Un profesor ha entrado en el departamento como una exhalación. Falta de una estantería de la sala de lectura Reflexiones sobre la historia, de Tomás y Valiente, pero no parece un buen momento para que el secretario se lo comente. Por todo saludo ha proferido un alarido, muy parecido seguramente al de todos los nobles que Chindasvinto se quitó de encima; que ya dice el dicho que sabe más el diablo por viejo que por diablo, y aquel rey llegó anciano al trono.
Sobre la mesa de su despacho hay pendientes de firma y revisión trescientos cincuenta exámenes, cortesía de su colega Rafael, que con toda la cara se ha largado cuatro días a Bucarest y le ha recordado cariñosamente que le debe una.
Braulio desea en estos momentos que el fuero de Sepúlveda estuviera vigente; pero no puede ser porque él ha nacido siglos después.
En la puerta de su despacho el secretario, que no es tan listo como Chindasvinto pero tiene un poco de mala leche, carraspea a fin de que el otro levante la vista sobre la montaña de exámenes y le preste un poco de atención:
-Braulio, siento decirte que alguno de tus alumnos ha extraviado un ejemplar de Reflexiones sobre la historia.
-¡Si al menos le estuvieran dando buen uso, porque estoy seguro de que ni lo han abierto, vamos!
No se equivoca el docente. El manual lleva haciendo espacio encima de una mesa casi una semana.
-Y lo que nos queda por ver, Braulio.
-Tienes razón, Luis. Ni Sepúlveda ni leches, habrá que liarse con los exámenes y acabar cuanto antes.
Sin embargo, el profesor e historiador se queda pensativo, mesándose la barba, ante la mirada divertida del otro:
-¿Nos inventamos un fuero temporal de cuatro días, Luis?
-Eso está hecho, Braulio.
-Ríete tú de Sepúlveda.
En Bucarest acaba de descargar un pedazo de trueno como un demonio. Rafael, que es un poco supersticioso, descuelga el teléfono y llama a la facultad:
-Hombre, Luis. Sí, dile que se ponga. ¡Braulio! ¿Me mirarás esos exámenes?
Una especie de sonido que recuerda al perro Risitas inunda la línea.
-Cabronazo.
Clic.